The International Journal of INCLUSIVE DEMOCRACY, Vol. 1, No. 2 (January 2005)


La irresistible (y necesaria) temtación de los proyectos liberadores

 

 

RAFAEL SPÓSITO

 

 

El perro ve morir a otros perros, pero no sabe

-por lo menos, no sabe por fuerza de silogismo-

que también él es mortal. Sócrates lo sabe.

Y porque lo sabe es capaz de ironía.

 

Umberto Eco

 

 

El economista ortodoxo, héroe cultural de corta duración y corto vuelo ―o, lo que es lo mismo, el politólogo de la gobernabilidad o el sociólogo del consenso, reconocidos pecuniariamente por el mercado y capaces de repetitivos gestos de "seriedad", "res­ponsabilidad ciudadana" y "buena conducta"―, ve derrumbarse, tarde o temprano y uno a uno, los planes de "prosperidad" de sus pragmáticos pares; pero no se percata -porque se lo impiden rigurosamente los formalismos de construcción de su teoría, los contenidos de su pensamiento y las articulaciones sociales en que está envuelto- que él mismo habrá de sucumbir con sus propios planes y delirios, con mucha pena y ninguna gloria, en algún imprevisible momento de un porvenir que se nos ocurre o se nos antoja o lo deseamos próximo. Takis Fotopoulos ―tan radicalmente griego como Sócrates, en definitiva― sí se percata y lo sabe. Y porque se percata y lo sabe es capaz de sobreponer­se como muchos otros al chantaje de quienes se adjudican la determinación de lo posi­ble y lo imposible, de pensar con vocación alternativa la crisis del mundo actual y de plegarse al caudaloso torrente de aquellos que continúan, perseverantemente y con razón, urdiendo utopías y proyectos realmente liberadores. Hacia una democracia inclusiva se ubica precisamente en esas coordenadas ―si es que cabe llamarlas así― y, al menos para el lector de habla hispana, lo hace en la mejor y la más oportuna de las circunstancias; en un tiempo que ―en medio de amenazas múltiples, catástrofes varias e incertidumbres a granel; en plena declinación y puesta en suspenso de esa promesa bíblica y reaccionaria que creyó en su definitiva institucionalización― vuelve a ser po­líticamente fermental, agitado y convulso, recupera anhelos emancipatorios y energías del mismo talante y, una vez más, alberga amplios espacios de rediseño y trabajo en pos de esa meta inmarcesible de una sociedad sin dominados ni dominadores.

 

Un poco de historia reciente

 

Para calibrarlo vale la pena que hagamos ahora ―a vuelo rasante y señalando solamente aquellos mojones que vienen a propósito de nuestra fundamentación― un poco de his­toria reciente. A fines de los años 60, los cimientos del Estado benefactor anunciaban su más o menos próximo resquebrajamiento y la dinámica de crecimiento capitalista ―que pareció feliz e incontenible durante las primeras dos décadas y media de la segun­da posguerra mundial― ofrecía ya algunos, y muy serios, síntomas de debilidad. La crisis epocal, sin embargo, iba más allá de tales cosas y se planteaba ya como crisis civilizatoria; una constancia de la cual el "mayo francés" fuera no su efecto exclusivo pero sí el más emblemático desde aquel entonces. Los años 70 parecieron en sus comienzos tiempos de revolución y como tales fueron vividos en vastos sectores de la militancia izquierdista de los cinco continentes y en América Latina con énfasis parti­cular.[1] Los temblores de los países capitalistas más avanzados -que asistieron impávi­dos y sin respuesta inmediata a fisuras tan importantes como la del sistema financiero internacional nacido en Bretton Woods o a la puesta en cuestión de su matriz energéti­ca; con la declaración de inconvertibilidad del dólar en 1971 y la crisis de abasteci­mientos petrolíferos entre 1973 y 1975, respectivamente- no hacían otra cosa que con­firmarlo. Es cierto que las dictaduras militares latinoamericanas representaron un re­troceso evidente y un freno al entusiasmo, pero también era posible tomar nota en esos mismos años del vergonzante retiro de las tropas estadounidenses del sudeste asiático y prorrogar la esperanza en los avances del campo "socialista". Eso fue lo que, ilusoriamente, parecía consumarse en Etiopía, Angola o Mozambique, en Vietnam, Camboya o Afganistán, sin olvidar que los años 70 se clausuran con el derrocamiento del Sha de Irán y de la dinastía Somoza en Nicaragua.

 

Si los años 70 fueron de confianza ciega en una concepción determinista y evolucionista de la historia, a cuyo inexorable despliegue supuestamente se asistía, los años 80 verán manifestarse rotundamente tendencias orientadas en un sentido opuesto. Los personajes de la década serán ahora, por orden de aparición, Margaret Thatcher, Ronald Reagan y Mijail Gorbachov: los dos primeros ―con el invalorable auxilio de los Chicago boys- se encargarán de renovar las potencialidades del crecimiento capitalis­ta[2] al tiempo que se abocan a una vasta y todavía inconclusa reconversión de sus pro­pios Estados y economías y los de su esfera internacional de influencia mientras que el tercero procederá inicialmente a la reestructura de su campo de fuerzas para transfor­marse, finalmente, en el involuntario espectador de su implosión y su desguace. A fines de los años 80, entonces, el "efecto dominó" tendrá una escenografía bien dife­rente a la que se suponía: ahora los que caerán uno a uno y en bloque serán los países del área soviética, ofreciendo su remate simbólico mayor con el derrumbe, piedra so­bre piedra, del ominoso Muro de Berlín.

 

Todo estaba bien dispuesto, pues, para que en el despuntar mismo de los años 90 tuviéramos que aceptar -asimilando, de mal humor y con bronca, retrocesos y derro­tas- la emergencia de uno de los mayores esperpentos teórico-ideológicos del siglo que fenecía: Francis Fukuyama nos anunciaba, en clave hegeliana pero con usos bien dis­tintos a los de la tradición marxista, que había llegado el fin de la historia y que el destino del último hombre no era otro que el imperio de la democracia parlamentaria y de un capitalismo de mercados libérrimos y planetarios.[3] Sólo faltaba, para completar la trilogía y el mensaje salvífico de los principales centros de poder mundial, que, algo más avanzada la década, se uniera y se impusiera, como pilar culminante, la noción de "globalización"; quizás para dar a entender que desde ese momento no quedaban por delante más alternativas ni escapatorias que suscribir y rubricar un proyecto uniformizado de convivencia. El fin del segundo milenio de la era cristiana parecía no querer acoger las vibraciones utópicas del anterior; o, peor aún, a comienzos de los años 90 la utopía decía haberse realizado ya bajo su nuevo ropaje neoliberal y sólo quedaba aguardar, en los tiempos por venir, la extensión indefinida de sus dominios.

 

Sin embargo, el alborozo inconciente y el frenesí triunfalista que acompañaron esa nueva hegemonía ideológica proclamadamente progresista pero raigalmente reaccio­naria duraron menos que un lirio. Primero, los zapatistas estremecieron la Selva Lacandona y aguaron la fiesta del recién suscrito Tratado de Libre Comercio entre I-Mudos Unidos, Canadá y México; luego, grandes huelgas en Francia y en Corea se encargaban de oponer cerril resistencia a reformas de signo "neoliberal" en el campo de la seguridad socialy de los contratos laborales, respectivamente; más tarde, sendos levantamientos populares en Indonesia y Ecuador hacían tambalear los equilibrios político-institucionales de ambos países. Paralelamente, la Arcadia reconquistada de los "libres" mercados capitalistas, la globalización y la apropiación indiscriminada y comercial de la naturaleza veía oscurecerse, a partir de su propia lógica de desenvolvi­miento, sus efímeros días de vino y rosas: la burbuja financiera colapsaba primero en México, en 1994, con su correspondiente "efecto tequila"; luego, dejaba un profuso tendal de damnificados en el sudeste asiático durante 1997; casi enseguida, en 1998, marcaría con sus huellas a Rusia y; por último, se instalaría con sus premuras y desquicios en Brasil, Argentina y Uruguay, desde 1999 en adelante. Como culmina­ción y confluencia de ambas secuencias, el siglo XX termina no sin antes haber sumer­gido en la pila bautismal al llamado movimiento "anti-globalizador" como resumen mayor del nuevo flujo movilizativo.

 

En este cuadro de acontecimientos, bien puede decirse que la edición inglesa de Hacia una democracia inclusiva (1997) representó en esa ocasión, entre otras cosas y en su articulación con el mismo, una lúcida advertencia en relación con los contenidos profundos de una crisis que ya podía llegar a intuirse y que no se limitaba entonces ni se limita ahora a sus manifestaciones más evidentes. La crisis, según Fotopoulos, es una crisis de la economía de mercado en su propia esencialidad definitoria y de la economía de crecimiento en tanto su consecuencia lógica.[4] Una crisis que ya ha herido de muerte a sus variantes y estrategias estatistas y desarrollistas -sin posibilidades de competir en la desenfrenada carrera del crecimiento- y que ahora se proyecta sobre su núcleo mismo. Una crisis que -agregamos nosotros, con idénticas pretensiones de radicalidad- también puede interpretarse como un estremecimiento de la modernidad y de sus bases de poder. Una crisis cuya resolución exige bastante más que reacomodos, retoques y rectificaciones. Así las cosas, la edición castellana del libro que ahora pre­sentamos encuentra su exacta oportunidad -su kairós, diría algún antiguo filósofo grie­go- en este momento en que, una vez más, nos vemos empujados, alentados y acucia­dos, con fuerzas redobladas, a pensar y reanimar nuevos proyectos liberadores.

 

Historia y autonomía


¿Cuáles son, a todo esto, las imágenes que nos devuelve la historia y cuáles las repre­sentaciones que podemos hacernos de la misma? ¿Es realmente la historia un designio de seres superiores, una sucesión de modos de producción, un recorrido lineal y previ­sible a horcajadas del progreso, una repetición de ciclos con sus eternos retornos, un corral de ramas más allá del cual no es posible otear futuro alguno? ¿O es que acaso podemos hacerle todavía un lugar a la fantasía y concebirla como un dibujo caótico en algún hiperespacio sin límites, imaginario y metafórico, en el que se combinan desfila­deros, emboscadas, laberintos, transversalidades, redes y bifurcaciones? Para Fotopoulos, la historia es, clara y contundentemente, virtualidad, apuesta y riesgo; polemos, poiesis y praxis; la escenografía que habrá de brindarnos o no la mágica contingencia de la autonomía: esa posibilidad post-trágica o para-trágica en la cual se manifiesta la capacidad de individuos y colectivos para darse sus propias leyes y fijar­se sus propios derroteros. Propiedad ésta, la de las virtualidades autonómicas, que no todas las sociedades ni todos los períodos ofrecieron o consumaron con la misma in­tensidad; aunque nada tenga de osado decir que todas las sociedades hubieran podido y pueden emanciparse en un período o en otro de aquellas leyes, trascendentes o inmanentes, procedentes de la divinidad o de su hipotéticamente propia e incontrola­ble mecánica, que se ubican por encima o por fuera de su intransferible devenir. Para Fotopoulos, esa alquimia, esa conjunción misteriosa e indescifrable en sus dinamismos más íntimos, encontró su primer esplendor en la vieja Atenas democrática, entre los siglos VI y IV a.C., para repetirse luego sólo en muy contadas ocasiones a lo largo y a lo ancho de la peripecia humana.[5]

 

La autonomía, en definitiva, no es otra cosa -abundando algo más en el asunto- que la capacidad generada conciente y expresamente de una sociedad para pensarse a sí misma, sobreponerse a condicionamientos y extorsiones de cualquier origen y fijar con el máximo margen de libertad históricamente posible sus propios objetivos, sus propias relaciones de convivencia y sus propios cursos de acción. Esa adquisición societal, además, no resulta de ninguna predestinación, de ninguna conspiración, de ninguna casualidad, de ninguna ingeniería y de ningún poder omnisciente capaz de resolver y aplicar por su sólo desarrollo un infalible algoritmo de construcción. Ño hay allí ciencia sino conciencia como producto históricamente variable del libre juego de las opiniones y de las síntesis a que éste dé lugar: conciencia de sí, conciencia de sus necesidades y deseos y conciencia de sus potencialidades. En otras palabras; la auto­nomía de un colectivo cualquiera expresa exactamente lo opuesto de las dos grandes concepciones de la historia predominantes a lo largo de los dos últimos siglos: aquélla que la concibe como un desfile marcial e irrefrenable de la racionalidad y del progreso y a éstos como la consecuencia de la "libertad de elegir" entre indefinidas operaciones de mercado y aquélla que la supone determinada a partir de un mecanismo oculto pero omnipotente según el cual el desarrollo de las fuerzas productivas puede por sí mismo desembocar en revoluciones, socialismos y emancipaciones igualmente inexorables.

 

Miradas así las cosas, los tecnócratas de moda objetarán que no se trata más que de un indeseable y diletante revival de la filosofía política y que ello es apenas una excen­tricidad del pensamiento ya periclitada y definitivamente superada por los mecanis­mos de autorregulación del mercado capitalista o un intento postrero y desesperado por cuestionar y trascender la organización democrático-parlamentaria o un conato condenado al fracaso en vista de las inevitables e irreversibles consecuencias y "victo­rias" de la "globalización". Sin embargo, tales sujetos no pueden hacer gala más que de su radical miopía e ignoran ufanamente que sus episódicos "triunfos" no son abso­lutos ni definitivos sino a lo sumo un momento histórico bien preciso y delimitado; ignoran o se resisten a reconocer, por supuesto, su propio y ya evidente fracaso y; por último, ignoran también que dichas cosas son efectos concretos de ciertas relaciones de poder y no el despliegue espontáneo de una racionalidad invisible e invencible. Peor aún, ignoran incluso que la propia tradición liberal a la que ellos dicen pertenecer ha restaurado hace rato largo, en su propio terreno, la reflexión en materia de filosofía política y que ni siquiera esa elaboración en su mismo vecindario doctrinal supone que la justicia como tal pueda ser un producto automático e independiente de la acción colectiva deliberada.[6]


La autonomía, entonces, resulta ser la piedra de toque de una cierta filosofía de la historia, de un proyecto fundacional y, por extensión, también de una práctica política consecuente. Para quienes se hayan formado en alguna de las tradiciones socialistas que tienen su origen en la 1a Internacional será fácil ubicar proximidades y parentescos con el anarquismo clásico; muy especialmente con la inflexión más marcadamente "voluntarista" en la que se ubicara Errico Malatesta, en amistosa contraposición con el optimismo profético y casi "milenarista" de Mijaíl Bakunin o el igualmente confiado cientificismo de Piotr Kropotkin. No obstante esta familiaridad implícita, que Fotopoulos no llega a explorar, es obvio que éste traza para su concepción una genealogía ideoló­gica distinta y la apoya en una trama teórica algo diversa; aun cuando una y otra pre­senten con aquélla numerosos puntos de contacto e intersección, sobre todo desde el "mayo francés" en adelante. Así, la concepción autonomista también retoma y extiende los presupuestos igualitaristas, se fundamenta en una crítica de las relaciones de dominación y conjetura tácitamente acerca de los probables sujetos de un proyecto liberador en torno a los nuevos movimientos sociales.

 

El proyecto liberador

 

La autonomía, no como confianza o certeza en un porvenir milenarista o en primoro­sas operaciones de ingeniería social, que tan devastadoras consecuencias tuvieran en algunas de las corrientes socialistas clásicas, sino en tanto capacidad colectiva de cons­truir la propia historia, se manifiesta en la formulación, en la adopción y en la puesta en marcha de un proyecto liberador y desemboca o se realiza en la edificación conciente de la utopía; una utopía que ya nada tendrá que ver con un prolijo, acabado y arquitec­tónico diseño autoritario sino que no podrá menos que reconocerse como libertaria desde el mismo punto de partida. Si la autonomía es la base y la condición de posibili­dad, y la libertad es el horizonte de transformación, democracia inclusiva es la expre­sión que Fotopoulos entiende como la más apropiada para delatar el carácter o el diagra­ma organizativo del proyecto liberador al que se adscribe: un proyecto que dice nutrir­se de aquellos troncos militantes cuya integridad ha llegado indemne hasta nuestros días. Así, la democracia inclusiva se propone como un resumen, como una síntesis, de las mejores tradiciones proyectuales del socialismo libertario, del municipalismo, de la ecología social, del feminismo y, por supuesto, de las corrientes autonomistas. Una síntesis, sí; pero no por ello carente de puntuales contrapuntos a diestra y siniestra con aquellos elementos de las distintas vertientes en las que Fotopoulos abreva y que, des­de su punto de vista, representan desarrollos insuficientes, intuiciones erróneas o, in­cluso, contradicciones e incongruencias con la formulación global y coherente que ese proyecto liberador reclama para sí.

 

Esta democracia inclusiva abarca, para Fotopoulos, al menos cuatro dimensiones: la política, naturalmente, pero también la económica, la social y la ecológica. Sólo a través de esta amplitud, de este agotamiento de la democracia en todos los campos convivenciales y en su relación con el marco natural es posible evitar la indefinida degradación de un concepto que, en sus usos habituales y predominantes, ha extravia­do hace rato el sentido, el impulso y los significados profundos que alguna vez le confirieran -usaran o no el término- la vieja Atenas, las ciudades medievales libres, la reflexión renacentista, la revolución francesa, los movimientos obreros del siglo XIX y las transformaciones impulsadas por el anarcosindicalismo español entre 1936 y 1939. Para ello debe nutrirse desde sus mismas raíces, fecundarse como un espacio de igualdad y fundarse sobre una nueva cultura asamblearia: constituirse y completarse a sí misma como una democracia de las reuniones públicas, como una democracia autogestionaria y, en definitiva, también como una democracia directa y sin mediacio­nes. Sólo así, según lo da a entender Fotopoulos, el vocablo democracia recuperará sus evocaciones y contenidos originales y se purgará conceptualmente de la secular confu­sión que lo ha identificado meramente con una forma de gobierno, con un estilo de representación y con sus correspondientes recipientes parlamentarios. Todo ello, a su vez, abre paso a una noción de ciudadanía que lejos está de limitarse a ese ejercicio del voto a través del cual se renuncia a la asunción permanente de toda soberanía y se abdica de toda responsabilidad.

 

Hechas estas precisiones definicionales, se trata de cerrar lógicamente el círculo y Fotopoulos lo hará recurriendo a viejos principios organizativos y de interconexión de núcleos democráticos que probablemente encuentren su remoto origen en las ligas y anfictionías de la Grecia clásica pero que contemporáneamente se reconocen a sí mismos como federaciones y confederaciones.[7] El municipio como célula probable aunque 10 necesariamente única y la confederación como tejido conjuntivo transforman a la utopía en pan-topía y lo que hoy no está en ningún lugar apunta desiderativamente a consumarse en todos los lugares. Y entre esos lugares reencontramos también, natural­mente, la autogestión de los núcleos productivos como instancia de liberación del trabajo y como trama básica desde la cual nutrir, ejercer y orientar, al menos en parte, la dimen­sión económica de la democracia inclusiva; la que, no obstante lo anterior, reconoce sus ejes fundamentales de realización en torno de sus soportes territoriales. Unos territorios, por otra parte, que ya no podrán ser encapsulados en vasallajes y tributos al Estado-nación, sean cuales sean sus dimensiones y sean cuales sean la densidad o el grosor de los pactos que resuelvan establecer con las fraternales autonomías a las que se encuen­tren ligados, tanto en sus inmediatas proximidades como en las vastedades ultramarinas.

Ya dijimos que la elaboración que tenemos frente nuestro avanza en base a contra­puntos pormenorizados con las teorizaciones previas que le resultan más cercanas y se extiende en los detalles que la separan de las mismas; no obstante lo cual parece bas­tante claro que no por ello carece de antecedentes y precursores bastante reconocibles. Entre éstos habrá que mencionar -sin ocultar nuestras propias preferencias en la selec­ción siguiente- a Cornelius Castoriadis en lo que tiene que ver con la autonomía y la impronta democrática y, en cuanto al diseño y la forma del proyecto liberador, a Murray Bookchin en las filas de los contemporáneos y a Piotr Kropotkin en las huestes de aquellos que un siglo atrás orientaron sus afanes en la misma dirección.[8] Con ellos y con tantos otros, Fotopoulos abre un rico espacio de diálogos e interpelaciones, de forma que sus horizontes proyectuales no pueden ser minimizados como si se tratara de una vulgar especulación futurista sino, antes bien, como parte de una tensión con raíces políticas bien definidas y que hoy mismo ha recobrado buena parte de sus fuer­zas y virtualidades en el nuevo auge de los movimientos sociales alternativos y, muy particularmente, en el naciente movimiento "anti-globalizador".

 

El "realismo" teórico y el "posibilismo" político seguramente cerrarán filas una vez más y se apresurarán a poner en marcha, por enésima ocasión, sus metódicos ejer­cicios de rutina despectiva y condenatoria, arrojando una mirada sobradora y condes­cendiente sobre éste como lo han hecho sobre cualquier otro proyecto ambicioso y a gran escala de cambio liberador. Incluso, aunque ya se hayan convencido que la histo­ria no es un callejón sin salida y mucho menos sigan pensando que hemos arribado a nuestra estación de destino, continuarán insistiendo hasta la fatiga propia y el fastidio ajeno que no hay otro margen para las transformaciones que el estrecho pretil de los acondicionamientos y los maquillajes, de las filantropías anodinas y las "ayudas al desarrollo". Sin embargo, el margen que hoy sí ha vuelto a angostarse en innumerables puntos del planeta es el de los prestidigitadores y los ilusionistas; el espacio de los demagogos y los mercaderes de la política y del poder. Tal vez no nos encontremos en presencia de los epígonos de aquellos fantasmas que allá por el siglo XIX recorrieron y asustaron a Europa; probablemente no estén sonando las trompetas frente a las mura­llas de Jericó y es de entera incertidumbre que se produzca un estallido apocalíptico en nuestras inmediaciones de época. Pero una cosa es definitivamente segura: los alien­tos, los soplos y hasta los vendavales libertarios no han muerto ni están en retirada sino que todavía tienen mucho para decir y hacer. En esa algarabía, en ese vocerío estruen­doso y renovado, este texto-pretexto de Takis Fotopoulos habrá de hallar más de un eco y más de una expresión coral.

 

 

Montevideo, diciembre de 2002


 

[1] Para una aproximación con fuertes elementos de prueba empírica a esa sensación de crisis gene­ralizada y perspectivas revolucionarias inminentes puede consultarse con especial provecho, para el comienzo del período y para las tonalidades, acontecimientos y expectativas propios de nuestro continente, a Abraham Guillen -La década crítica de América Latina, Editorial Sandino, Monte­video, 1971 - y, para los años de cierre y con alcances ahora más generales, a André Gunder Frank; La crisis mundial (1. Occidente, Países del Este y Sur y 2. El Tercer Mundo), Editorial Bruguera, Barcelona, 1980.

[2] Un crecimiento que, como lo señala acertadamente Fotopoulos en este libro, no brindará durante los años 80 y 90 las mismas florecientes tasas que ostentara a lo largo de las décadas del 50 y del 60.

[3] Vid., de Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre; Editorial Planeta, Barcelona, 1992.

[4] Es de hacer notar que en Uruguay, y muy particularmente entre las turbulencias financieras del 2002, resulta extraordinariamente provechoso aplicar los elementos de este modelo de análisis. Por lo pronto, la insistencia en la caída del modelo "neoliberal" se presenta como una respuesta rápida y de inmediatas resonancias ideológicas; pero sería bastante más crítico y penetrante pro­fundizar en un discurso explicativo que diera cuenta, precisamente, del estrepitoso derrumbe del modelo de crecimiento "a la uruguaya"; que no por ello deja de ser por lo menos regional.

[5] El ascendiente teórico más obvio de Fotopoulos, en este terreno, es Cornelius Castoriadis. No obstante, son de señalar los matices existentes entre ambos y, muy particularmente, la mayor generosidad de Fotopoulos a la hora de considerar sociedades y períodos que ofrecen a nuestra mirada ejemplos en los que se explaya o puede explayarse una autonomía radical. De Castoriadis, vid., muy especialmente La institución imaginaria de la sociedad; Editorial Tusquets, Barcelona, 1983.

[6] En efecto, incluso del viejo tronco liberal se desprenden hoy dos grandes corrientes que pretenden legitimar y orientar la acción política a partir de una reflexión renovada sobre la justicia: el libe­ralismo desarrollista -en la cual se inscriben pensadores de la talla de Isaiah Berlín o Brough McPherson- y el neo-contractualismo -a cuyo nivel puede ubicarse a autores como John Rawls, James Buchanan y Robert Nozick.

[7] En este terreno, un antecedente bastante obvio, en el campo socialista, puede encontrarse en Fierre Joseph Proudhon. Vid, de este autor, El principio federativo, passim; edición preparada por Juan Gómez Casas en Editora Nacional, Madrid, 1977.

[8] Para la evaluación de proximidades y raíces, es útil consultar el texto ya citado de Castoriadis; de Piotr Kropotkin, Campos, fábricas y talleres, Ediciones Júcar, Madrid, 1978 y, de Murray Bookchin, La ecología de la libertad. La emergencia y la disolución de las jerarquías, Nossa y Jara Editores, Madrid, 1999. Como es obvio, Kropotkin no es tomado -ni podría serlo- en sus aspectos puntua­les sino, una vez tamizado el siglo largo de separación, en la intencionalidad y en las derivaciones de su propuesta de reorganización social.