(La Jornada, 8 junio 2001)

Democracia incluyente

JORGE CAMIL

 


Hoy en día muy pocos creen en los beneficios de la democracia a secas: el derecho de trasladarse a las casillas electorales en la fecha señalada con la seguridad de que el voto ciudadano será contado y respetado, ¡vaya!, la democracia a la estadunidense, diseñada para elegir al candidato más "natural" (aunque la "naturalidad" sea de la misma factura que los maquillajes hollywoodenses y resultado de millones de dólares pagados a las agencias de Madison Avenue); al candidato que, asesorado por publirrelacionistas, repite lo que los electores desean escuchar y aparece en mangas de camisa (o en botas vaqueras) para asegurarnos que es uno más de nosotros (al menos durante el periodo de la campaña).

La culpa de nuestro limitado concepto de democracia es definitivamente de los filósofos griegos: ensimismados como estaban admirando la democracia viva de sus ciudades-Estado y sus ágoras nos transmitieron el concepto sin jamás preocuparse por analizar, hasta sus últimas conclusiones, todas las cuestiones que estarían eventualmente asociadas con el tema. Sin embargo, con el paso del tiempo hemos ido descubriendo las relaciones que guarda esta universal forma de gobierno con los temas de la pobreza, el medio ambiente, las oportunidades económicas, el acceso a la educación y la diseminación equitativa de las nuevas tecnologías. Hoy, en medio del desprestigio del socialismo y la entronización del neoliberalismo, acudimos con más frecuencia al principio democrático para utilizarlo como puente de unión entre el cinismo del mercado y la justicia social. Esto ha dado como resultado las propuestas de la tercera vía, del capitalismo con rostro humano y, en fecha más reciente, de la democracia incluyente, para compensar de alguna manera los estragos ocasionados por la desregulación de los mercados, la concentración de riqueza provocada por las privatizaciones y los efectos de reformas fiscales que inevitablemente terminan favoreciendo a los grupos con mayores ingresos.

En la tercera Cumbre de las Américas, Hugo Chávez advirtió, curándose en salud, que aceptaba bajo protesta la cláusula democrática incluida por los países miembros en la declaración final, siempre y cuando el nivel democrático de los países americanos se midiese conforme al criterio de la democracia "participativa" y no "representativa". Esta distinción, criticada en su momento por venir de un gobernante que da muestra de querer perpetuarse en el poder, es consistente con el concepto de la democracia incluyente propuesto, entre otros, por Takis Fotopoulos, para quien la doctrina neoliberal, apoyada por la democracia representativa, ha resultado en una sociedad polarizada que tiene en sus extremos una clase totalmente desprotegida y otra privilegiada; la primera subsistiendo en favelas, bidonvilles, slums y casas de cartón, y la segunda en guetos de lujo con cercas electrificadas, policía privada, alarmas y perros de ataque. Los primeros, los habitantes de la desesperanza, siempre en mayoría, viven al margen del proceso democrático sumidos en un predicamento que parece no tener remedio, mientras que los segundos no muestran interés alguno en la política nacional, porque sus verdaderos intereses económicos duermen protegidos en las bóvedas de la banca internacional. Esto deja a merced del cinismo electoral el jamón del sandwich: los miembros de la clase media, the silent majority, los cuadros que forman la llamada "sociedad civil".

Es necesario inventar una política nueva, afirman los partidarios de la democracia incluyente, porque la globalización ha desprestigiado la política tradicional al derrumbar las fronteras nacionales y anular la capacidad del Estado para resolver los problemas fundamentales de la pobreza, el desempleo, la creciente concentración del poder económico y la destrucción del medio ambiente. Anthony Giddens, uno de los principales precursores de la tercera vía, nos entusiasma primero al sugerir en su obra más reciente, La tercera vía y sus críticos, la necesidad imperiosa de distinguir entre ciudadanos y consumidores, porque los mercados no crean ni sostienen valores éticos, "los cuales sólo pueden ser legitimados a través del diálogo democrático". Pero luego, el director de la London School of Economics cae en el pecado original de la tercera vía (la inevitabilidad del mercado) al afirmar que ya no existe ninguna alternativa conocida a la economía de mercado: "los mercados no crean la ciudadanía, pero pueden contribuir a crearla e incluso a reducir la desigualdad". Por su parte, los partidarios de la democracia incluyente insisten en que la solución al problema de la concentración de poder político y económico jamás podrá encontrarse en el sistema que lo creó: la economía de mercado obsesionada con el crecimiento. De ahí la necesidad de un nuevo pacto democrático.